Julio Mauríz
Una Cena de Andar por casa
Él sabía que aquella no iba a ser una noche de rosas, mucho menos cuando por los altavoces de los comercios sonaran familiares los sones y panderetas de villancicos. Era ya muy tarde para revertir la situación y volver a ilusionarse lo mismo que cuando era un chiquilín. Y es que Elías Caridad, aunque al principio con un poco de prevención y una miaja de curiosidad, se había ido profesionalizando en la compleja escuela del vagabundeo, acaso por despecho y rebeldía hacia su familia de naranjeros valencianos de Carcaixent, que a la fuerza lo querían domesticar para el futuro como uno más de los exportadores de cítricos, justo para cuando ellos faltasen. Se había ido a Madrid con dieciocho años a descubrir la libertad, a empaparse de diversión, a conocer nuevas amistades; después de otras Navidades felices, cuando el aroma a pavo, las deliciosas trufas y la inevitable naranja en almíbar, se iban alejando poquito a poco con los golpes difuminados de zambomba. De eso hacía ahora el cuarto de siglo, un enorme lapso durante el cual había perdido todo contacto con sus progenitores y cualquier vestigio de Navidad familiar. Al abrigo de aquella remota chimenea francesa, siempre devorando la leña desguazada de los interminables naranjos que asomaban sus troncos prestos a fenecer, le habían madurado incontables días de la niñez. Y es que Augusto Caridad se espabilaba en suministrar combustible a aquel artilugio en cuanto apretaba el invierno; pero no satisfecho con la hartura del fuego, enseguida buscaba el acomodo en el extremo del escaño, junto al hijo, al cual intentaba adiestrar en el reconfortante arrumaco de la lectura, la mayor parte de las veces novelas de Blasco Ibáñez. Para la Navidad reservaba lecturas más amables y acordes con ese tiempo de esperanza, como los cuentos navideños de Dickens, su preferido de entre los británicos. Rosa, la madre, los dejaba hacer en la agradable desocupación, mientras ella se multiplicaba entre los fogones de la cocina, a la expectativa con el horno, no fuera a quemar las moldeadas tabletas de turrón de almendra, y sin dejar de atender al sofrito para cubrir el conejo o las codornices cazadas el día antes en la vecina localidad de Pobla Llarga. Aquellos eran para Elías días de alegría incontenible, intensificada con la dicha de un viaje vespertino a Alzira o a la misma Valencia, a contemplar la iluminación de las calles comerciales, aprovechando la escapada para comprar alguna cosilla que fuera haciendo la boca agua antes de Reyes. Así que su familiaridad con las melodías que hablan de Belén, de peces en el río, de la Virgen o del veinticinco de diciembre, se comenzó a fraguar tras aquellos trayectos en el Buik de importación que conducía con sobriedad y sin aspavientos la señora de Caridad. Ahora, aquella reconfortante impresión había cambiado diametralmente, así que cuando volviera a escuchar las melodías, se empaparía de melancolía y hasta por momentos se arrepentiría de haberse fugado de casa, y todo para convertirse en un lastimoso pordiosero sin apenas algo que llevarse a la boca. Porque, al menos, la Navidad precedente, le había tocado la lotería con esa señora tan distinguida, servicial y caritativa que con tanta deferencia le había tratado invitándole a la cena de Nochebuena en su casa del barrio de Salamanca. Elías haraganeaba por cualquier calle angosta y casi muda, lejos del atroz rebullir de la muchedumbre apiñada entre paseos y avenidas que invadían multicolores bombillas trazando campanas, trineos o Papanoeles. De repente, inopinadamente, una mujer elegante y decidida se le acercó y le propuso con dicción exquisita y protocolo de estado, si le agradaría cenar en su casa en compañía del resto de la familia. El señor Caridad –como empezó a llamarle respetuoso la dama- no objetó impedimento alguno; así que, y para su sorpresa, el bueno de Elías se fue del brazo de su anfitriona camino de la limusina, donde aguardaba al volante un fornido joven impecablemente uniformado con gorra de plato, levita, pantalón y zapatos negros. Ya en casa, antes del acomodo en aquel esplendente sofá de dimensiones bárbaras, la anfitriona le había sugerido un traje de seda en vez de los harapos que malamente lo abrigaban, por aquello de no deslucir el lujo de las estancias ni la ornamentación típicamente navideña. Además, no era razonable que el invitado se fuese a convertir en la nota discordante entre los integrantes de la casa que, con tanta finura vestían la etiqueta. El traje azul marino que había pertenecido al marido cuando todavía no flirteaba con la curva de la felicidad, le quedaba que ni pintado; así que en cuanto apareció en la gran sala de los sofás, la anfitriona y demás parentela se pasmaron de ver un porte tan distinguido y a un joven bien parecido, si no fuera por la barba que le había crecido asilvestrada. La acaudalada señora –repantigados ambos en aquella especie de autopista de la comodidad-, que tal vez frisaba los cincuenta y cinco, le puso en antecedentes en un santiamén, confesándole sin rubor que, la ancestral costumbre de convidar a un necesitado se le ocurrió años a, tras haber visto Plácido, del maestro Berlanga, y que incluso, no hace mucho, habían tenido la fortuna de que el obsequiado se llamase igual que el protagonista de la película. En los prolegómenos del gran festín de Nochebuena, al tiempo de departir con el marido y cada uno de los tres hijos sobre las cosas de la vida, y replicar el convidado con evasivas a las enojosas requisitorias en cuanto a su estado actual, éste no dejó un solo momento de beber de aquel licor de guindas que, enseguida, alguien se encargaba de embocar en cuanto el líquido ligeramente rojo menguaba en su vaso tallado en cristal de Bohemia. La cena fue de campeonato. Y ambientada con las melodías de ocasión. Nunca antes había disfrutado tanto dándole gula al epigastrio. Ni siquiera con el remoto conejo de la madre o las sabrosas codornices, que con tanto tino cazaba la víspera el progenitor, había sido tan dichoso. La puesta de la gran mesa de caoba era un primor: con tanto cubierto de plata, las preciosas servilletas bordadas a mano, la sobredosis de cerámica seguramente china, sendos haces de velas rojas a cada lado del mantel y el batiburrillo de copas y vasos, que casi podían emboscar a todos los comensales, además de botellas de vino blanco y tinto de Jumilla y Cariñena que se alineaban armoniosas por el interior de la gran mesa, dedujo que sin duda estaba viviendo un sueño del que él era uno más de los protagonistas. La convicción se intensificó al ritmo del desfile de viandas, que abarcaba desde percebes, otros mariscos, angulas auténticas y caviar iraquí, hasta platos tan elaborados de condimentos y palabrejas como Ragú de carne con sidra y jalea de grosella, bavaroises de queso de cabra o filetes de lenguado al papillote. Y como colofón a banquete tan distinguido, ahí estaban las trufas, turrones y el postre de compota de manzana con bizcochos y nata, todo ello acompañado del inevitable champagne y otras variadas bebidas espiritosas, además de puros cubanos de ley. Luego, cuando los vapores etílicos habían empezado a hacerle mella, y danzaba dichoso, convencido de estar interpretando dentro de un sueño ajeno, fue obsequiado con diversos regalos que agradeció como buenamente pudo, pues ya apenas podía articular palabra con la merluza que llevaba encima. La señora y el marido decidieron que era el momento de llevarlo a una de las habitaciones habilitadas para invitados, y que durmiera la mona a pierna suelta. Luego, cuando hubiera pasado la noche, le dejarían en el mismo lugar donde ella lo había encontrado. Era una costumbre que llevaban a rajatabla con todos los invitados para que ninguno le cogiera apego a los anfitriones ni a la vida desahogada. Elías despertó a las nueve. Un sol brillante, inverosímil para diciembre, le deslumbraba pertinaz cuando aún permanecía cruzado en medio de la acera, en el mismo lugar donde unas horas antes él había soñado que una señora emperifollada le cogía del brazo. Con los ojos parpadeantes por la luz intensa, percibió que la indumentaria de un traje cruzado azul marino y el abrigo de piel, no encajaban en su condición de pordiosero, así que por ahí empezó a creer que lo del sueño, acaso no era cierto y que su Ángel de la Guarda lo había llevado hasta la fabulosa casa. Al lado tenía una bolsa en cuyo interior un ovillo con sus guiñapos pretendía escabullirse por entre una de las asas de cuerda. Claro que aquellos regalos le duraron dos días, porque, en cuanto un espabilado escamoteador le mostró tres billetes de a mil duros, Elías se deshizo de las prendas con el mismo ardor con que había fumado y bebido en la casa de sus obsequiantes. Ahora, un año después, Elías deambula parsimonioso por la misma calle, no demasiado lejos de Preciados. Por el rabillo del ojo está viendo como alguien, un joven que no llega a la veintena, se acerca decidido a él. En treinta segundos llega, y ni corto ni perezoso, de la bolsa del plumífero, saca un bulto envuelto en papel de aluminio con toda la traza de ser un bocadillo y se lo extiende al adefesio. El adefesio lo coge con desconfianza, y también una bolsita pequeña a medio llenar de turrón y figuritas de mazapán. Entonces pregunta, no vaya a estar envenenado por él o algún otro gracioso. El chaval le dice que es de toda confianza y que se lo da porque se ha hecho tarde y ha quedado en el cine con unos amigos para ver El Señor de los Anillos. El adefesio observa con detenimiento la carrera que aleja a su benefactor, y no espera más para desgajar el envoltorio que esconde un frondoso bocadillo de Pans&Company con unas saludables lonchas de chorizo y queso. Finalmente, el adefesio se persuade de que tal vez no vaya a ser una noche tan amarga. Apenas le quedaba una chocolatina del mediodía para llevarse a la boca y sin embargo, ahora podría darse un “banquetazo” a cuenta del ángel que le acababa de suministrar alimento a su maltrecho estómago.