12 febrero 2007

UNA CENA DE ANDAR POR CASA

Julio Mauríz
Una Cena de Andar por casa
Él sabía que aquella no iba a ser una noche de rosas, mucho menos cuando por los altavoces de los comercios sonaran familiares los sones y panderetas de villancicos. Era ya muy tarde para revertir la situación y volver a ilusionarse lo mismo que cuando era un chiquilín. Y es que Elías Caridad, aunque al principio con un poco de prevención y una miaja de curiosidad, se había ido profesionalizando en la compleja escuela del vagabundeo, acaso por despecho y rebeldía hacia su familia de naranjeros valencianos de Carcaixent, que a la fuerza lo querían domesticar para el futuro como uno más de los exportadores de cítricos, justo para cuando ellos faltasen. Se había ido a Madrid con dieciocho años a descubrir la libertad, a empaparse de diversión, a conocer nuevas amistades; después de otras Navidades felices, cuando el aroma a pavo, las deliciosas trufas y la inevitable naranja en almíbar, se iban alejando poquito a poco con los golpes difuminados de zambomba. De eso hacía ahora el cuarto de siglo, un enorme lapso durante el cual había perdido todo contacto con sus progenitores y cualquier vestigio de Navidad familiar. Al abrigo de aquella remota chimenea francesa, siempre devorando la leña desguazada de los interminables naranjos que asomaban sus troncos prestos a fenecer, le habían madurado incontables días de la niñez. Y es que Augusto Caridad se espabilaba en suministrar combustible a aquel artilugio en cuanto apretaba el invierno; pero no satisfecho con la hartura del fuego, enseguida buscaba el acomodo en el extremo del escaño, junto al hijo, al cual intentaba adiestrar en el reconfortante arrumaco de la lectura, la mayor parte de las veces novelas de Blasco Ibáñez. Para la Navidad reservaba lecturas más amables y acordes con ese tiempo de esperanza, como los cuentos navideños de Dickens, su preferido de entre los británicos. Rosa, la madre, los dejaba hacer en la agradable desocupación, mientras ella se multiplicaba entre los fogones de la cocina, a la expectativa con el horno, no fuera a quemar las moldeadas tabletas de turrón de almendra, y sin dejar de atender al sofrito para cubrir el conejo o las codornices cazadas el día antes en la vecina localidad de Pobla Llarga. Aquellos eran para Elías días de alegría incontenible, intensificada con la dicha de un viaje vespertino a Alzira o a la misma Valencia, a contemplar la iluminación de las calles comerciales, aprovechando la escapada para comprar alguna cosilla que fuera haciendo la boca agua antes de Reyes. Así que su familiaridad con las melodías que hablan de Belén, de peces en el río, de la Virgen o del veinticinco de diciembre, se comenzó a fraguar tras aquellos trayectos en el Buik de importación que conducía con sobriedad y sin aspavientos la señora de Caridad. Ahora, aquella reconfortante impresión había cambiado diametralmente, así que cuando volviera a escuchar las melodías, se empaparía de melancolía y hasta por momentos se arrepentiría de haberse fugado de casa, y todo para convertirse en un lastimoso pordiosero sin apenas algo que llevarse a la boca. Porque, al menos, la Navidad precedente, le había tocado la lotería con esa señora tan distinguida, servicial y caritativa que con tanta deferencia le había tratado invitándole a la cena de Nochebuena en su casa del barrio de Salamanca. Elías haraganeaba por cualquier calle angosta y casi muda, lejos del atroz rebullir de la muchedumbre apiñada entre paseos y avenidas que invadían multicolores bombillas trazando campanas, trineos o Papanoeles. De repente, inopinadamente, una mujer elegante y decidida se le acercó y le propuso con dicción exquisita y protocolo de estado, si le agradaría cenar en su casa en compañía del resto de la familia. El señor Caridad –como empezó a llamarle respetuoso la dama- no objetó impedimento alguno; así que, y para su sorpresa, el bueno de Elías se fue del brazo de su anfitriona camino de la limusina, donde aguardaba al volante un fornido joven impecablemente uniformado con gorra de plato, levita, pantalón y zapatos negros. Ya en casa, antes del acomodo en aquel esplendente sofá de dimensiones bárbaras, la anfitriona le había sugerido un traje de seda en vez de los harapos que malamente lo abrigaban, por aquello de no deslucir el lujo de las estancias ni la ornamentación típicamente navideña. Además, no era razonable que el invitado se fuese a convertir en la nota discordante entre los integrantes de la casa que, con tanta finura vestían la etiqueta. El traje azul marino que había pertenecido al marido cuando todavía no flirteaba con la curva de la felicidad, le quedaba que ni pintado; así que en cuanto apareció en la gran sala de los sofás, la anfitriona y demás parentela se pasmaron de ver un porte tan distinguido y a un joven bien parecido, si no fuera por la barba que le había crecido asilvestrada. La acaudalada señora –repantigados ambos en aquella especie de autopista de la comodidad-, que tal vez frisaba los cincuenta y cinco, le puso en antecedentes en un santiamén, confesándole sin rubor que, la ancestral costumbre de convidar a un necesitado se le ocurrió años a, tras haber visto Plácido, del maestro Berlanga, y que incluso, no hace mucho, habían tenido la fortuna de que el obsequiado se llamase igual que el protagonista de la película. En los prolegómenos del gran festín de Nochebuena, al tiempo de departir con el marido y cada uno de los tres hijos sobre las cosas de la vida, y replicar el convidado con evasivas a las enojosas requisitorias en cuanto a su estado actual, éste no dejó un solo momento de beber de aquel licor de guindas que, enseguida, alguien se encargaba de embocar en cuanto el líquido ligeramente rojo menguaba en su vaso tallado en cristal de Bohemia. La cena fue de campeonato. Y ambientada con las melodías de ocasión. Nunca antes había disfrutado tanto dándole gula al epigastrio. Ni siquiera con el remoto conejo de la madre o las sabrosas codornices, que con tanto tino cazaba la víspera el progenitor, había sido tan dichoso. La puesta de la gran mesa de caoba era un primor: con tanto cubierto de plata, las preciosas servilletas bordadas a mano, la sobredosis de cerámica seguramente china, sendos haces de velas rojas a cada lado del mantel y el batiburrillo de copas y vasos, que casi podían emboscar a todos los comensales, además de botellas de vino blanco y tinto de Jumilla y Cariñena que se alineaban armoniosas por el interior de la gran mesa, dedujo que sin duda estaba viviendo un sueño del que él era uno más de los protagonistas. La convicción se intensificó al ritmo del desfile de viandas, que abarcaba desde percebes, otros mariscos, angulas auténticas y caviar iraquí, hasta platos tan elaborados de condimentos y palabrejas como Ragú de carne con sidra y jalea de grosella, bavaroises de queso de cabra o filetes de lenguado al papillote. Y como colofón a banquete tan distinguido, ahí estaban las trufas, turrones y el postre de compota de manzana con bizcochos y nata, todo ello acompañado del inevitable champagne y otras variadas bebidas espiritosas, además de puros cubanos de ley. Luego, cuando los vapores etílicos habían empezado a hacerle mella, y danzaba dichoso, convencido de estar interpretando dentro de un sueño ajeno, fue obsequiado con diversos regalos que agradeció como buenamente pudo, pues ya apenas podía articular palabra con la merluza que llevaba encima. La señora y el marido decidieron que era el momento de llevarlo a una de las habitaciones habilitadas para invitados, y que durmiera la mona a pierna suelta. Luego, cuando hubiera pasado la noche, le dejarían en el mismo lugar donde ella lo había encontrado. Era una costumbre que llevaban a rajatabla con todos los invitados para que ninguno le cogiera apego a los anfitriones ni a la vida desahogada. Elías despertó a las nueve. Un sol brillante, inverosímil para diciembre, le deslumbraba pertinaz cuando aún permanecía cruzado en medio de la acera, en el mismo lugar donde unas horas antes él había soñado que una señora emperifollada le cogía del brazo. Con los ojos parpadeantes por la luz intensa, percibió que la indumentaria de un traje cruzado azul marino y el abrigo de piel, no encajaban en su condición de pordiosero, así que por ahí empezó a creer que lo del sueño, acaso no era cierto y que su Ángel de la Guarda lo había llevado hasta la fabulosa casa. Al lado tenía una bolsa en cuyo interior un ovillo con sus guiñapos pretendía escabullirse por entre una de las asas de cuerda. Claro que aquellos regalos le duraron dos días, porque, en cuanto un espabilado escamoteador le mostró tres billetes de a mil duros, Elías se deshizo de las prendas con el mismo ardor con que había fumado y bebido en la casa de sus obsequiantes. Ahora, un año después, Elías deambula parsimonioso por la misma calle, no demasiado lejos de Preciados. Por el rabillo del ojo está viendo como alguien, un joven que no llega a la veintena, se acerca decidido a él. En treinta segundos llega, y ni corto ni perezoso, de la bolsa del plumífero, saca un bulto envuelto en papel de aluminio con toda la traza de ser un bocadillo y se lo extiende al adefesio. El adefesio lo coge con desconfianza, y también una bolsita pequeña a medio llenar de turrón y figuritas de mazapán. Entonces pregunta, no vaya a estar envenenado por él o algún otro gracioso. El chaval le dice que es de toda confianza y que se lo da porque se ha hecho tarde y ha quedado en el cine con unos amigos para ver El Señor de los Anillos. El adefesio observa con detenimiento la carrera que aleja a su benefactor, y no espera más para desgajar el envoltorio que esconde un frondoso bocadillo de Pans&Company con unas saludables lonchas de chorizo y queso. Finalmente, el adefesio se persuade de que tal vez no vaya a ser una noche tan amarga. Apenas le quedaba una chocolatina del mediodía para llevarse a la boca y sin embargo, ahora podría darse un “banquetazo” a cuenta del ángel que le acababa de suministrar alimento a su maltrecho estómago.

11 febrero 2007

El vendedor deambulante

Todavia tespero
El vendedor deambulante
El vendedor se disponía a recoger la mercancía con cierta parsimonia. Cerraba viejas cajas de madera donde guardaba cuchillas de afeitar, horquillas, cortaúñas, algún que otro llavero, baratijas y otros cachivaches. Cuando terminó de cerrar las cajas las metió todas en un viejo maletón.
Aquel no había sido un buen día. Ni siquiera había sacado para comer una tapa en el bar de la estación. ¡Con lo que le gustaban a el los callos!
Tomó el primer tren y se adormiló en el rellano que hay entre la puerta y el servicio, cuando súbitamente fue despertado, no con demasiados buenos modos por el supervisor.
-Venga, billete, billete
-Yo no molesto
-Si no es que moleste o no moleste, es que no se puede viajar sin billete, así que se baja en Albacete.
Dios mío. ¡Como había podido caer tan bajo!. Él, que llegó a ser representante de caramelos Pakito.
Una señora que no había perdido comba de la conversación con el interventor, a nada que se repuso le espeta:
-Oiga, Vd. que vende
-Señora, yo no vendo, a mi me compran y mostrándose cada vez más ufano fue relatando su vida a retazos.
-Pues si Señora, yo vendí caramelos, figuras de porcelana, damisela con perros que parecía la misma Diana cazadora, ropa de cama, colchas, encaje negro, ropa de toda clase ¡Y el tacto que tenía con las señoras !. Todo les quedaba bien. Siempre les decía :apretado jamás, ajustado tal vez.
-¿Y que hizo con el dinero que ganó?
-Yo era joven, y hablaba, y fumaba, y ¡como fumaba !. Salía a Bisonte diario
-Y beber, como bebía. De todo, pero lo que más, mistela.
-¿Y ahora qué?
Pues ahora, nada, a colgarme de un almendro en cualquier descampado manchego.
-¡Tan desesperado está!
-¿Y que hago? Nadie me compra, usan maquinillas desechables y no compran cuchillas. Las señoras van a la peluquería y no compran horquillas. Nadie quiere navajas. Los llaveros son antiguos; en uno todavía tengo el retrato de Gento cuando jugaba en el Madrid. Y si no vendo ¿Que voy a hacer?
De pronto una luz se iluminó en su interior. No le solía pasar esto a menudo, pero eran las siete y no había probado bocado.
¡Ya sé lo que voy a hacer! ¡Voy a regalar, regalarlo todo! Todavía tengo labia y puedo hacerlo. ¡Claro que sí! .Aquí mismo, en la estación.
-Señores, Señoras, regalo, regalo todo, pendientes para la niña, medias para la no tan niña, calcetines para tener los pies calentines.
-Oiga, aquí no se puede vender o es que no sabe leer.
-Pero yo no vendo, regalo.
-Venga, venga, camine o lo detengo
-Mamá, quiero un collar.
-No, prefiero llevarte suelta.
-Con esas ligas no ligo ni un jilguero
-Pero Señorita, no le cuestan nada
-Yo prefiero ligar por mi cuenta
-Tiene Vd. la Virgen del Pilar
-No, pero mire, aquí tengo la Virgen de los Desamparados de Valencia.
-Métasela en el culo, pues no ves que soy de Utebo.
Pasa el día y no había vendido una chapa, perdón, regalado.
-Oiga, ¿Porqué no se va por los pueblos? Ya sabe, la ciudad para esto es más dura.
No se lo pensó dos veces y se fue a los pueblos. En verano no se estaba mal, había fruta y se podía comer, pero el invierno era duro y más duro todavía aquel día, que con un aire gélido se podía cortar el rostro con una navaja y no sangrar. Caminaba en dirección a ninguna parte, por aquella calle polvorienta de aquel pueblo maldito; ya quedaban pocas casas para salir del pueblo, cuando en la última casa le sorprendió un niño que con poca ropa aguantaba a la intemperie.
-¿Donde vas?
-No lo sé, creo que a ninguna parte.
¿A que te dedicas?
-A regalar cosas
-¿Regálame algo?
-No lo querrás. Toma una navaja
-No, yo quiero algo más. Yo quiero tu corazón
-Mi corazón no vale nada.
Y metiendo la mano bajo el abrigo quiso sacar su corazón y dárselo, pero encontró que ya no tenía corazón. Su corazón era sostenido por el niño en un vivo retrato del Sagrado Corazón de Jesús.
Aquel día pensó y pensó, y no dejó de pensar dándose cuenta de que si era capaz de regalar el corazón era capaz de darlo todo.
Pasó el tiempo y hoy todo el mundo se maravilla de los injertos del tío Paco, jardinero de las monjas Sagrarias, que no dejó escaramujo sin injertar, siendo el pueblo de Villamediana conocido por sus rosas silvestres, únicas en todo el litoral mediterráneo.

10 febrero 2007

SOY DISTEN, ¿QUIEN ERES TÚ AL OTRO LADO?.

Te saludo desde el otro lado de la galaxia, quizás muy lejos, pero si logras doblar el mapa, observarás que estoy al lado tuyo.
Gírate, esa sombra chinesca que hacen las hojas del árbol a través de la ventana otoñal, ese soy yo, me has localizado, no soy un hombre, quizás no tenga tu tamaño, pero sí parte de tus ilusiones, es posible que hasta pueda llegar a ser un gran iluso.
Creo en la hermandad de la gente, ¡Conozco tanta!, de tu planeta aun poca, yo vengo de la constelación de la ilusión, de aquella en la que la misma no se vacía tan fácilmente, aunque haya sido deteriorada.
Pero no creas que soy un marciano ni nada por el estilo, aunque siempre ando pensando en las estrellas, pero con los pies bien anclados en el suelo. Aspiro a despegar, pero levitar eternamente tampoco es mi objetivo, sólo estando a "pie de obra" podremos lograr un Universo mejor.
Quizás sea eso que denominais los humanos como un "personaje ficticio", pero no te engañes, en estos momentos me estoy comunicando contigo.
Quizás cada uno de vosotros y vosotras tengais algún "ficticio" en vustras vidas.
Uno de esos personajes de relato breve, me ha propuesto crear junto a él una especie de encuentro de poetas, escritores y soñadores; un pequeño mundo donde la fantasía y la creación esté permitida y sea positiva.
Me he sentido muy halagado, pues un humilde personaje como soy yo, que lo crea y destruye un solo ser humano, se siente tocado por la varita mágica si perdura en el tiempo.
Mientras la palabra Disten, suene en tu mundo, yo tendré vida gracias a tí, a la persona que me lees.
Una persona así me dió la vida hace cosa de cuatro años, es decir, tengo la apariencia de sombra infantil.
Pero los "ficticios" tenemos algo de duendes, ya que nuestro creador no decide necesariamente nuestro final, si gustamos a tu mundo y a otros mundos, podemos vivir eternamente.
Los libros son una especie de refugio donde sobrevivimos si las cosas se ponen feas.
Mientras exista la fantasía, mientras haya escritores, nosotros tendremos ese refugio, en unlugar apartado de tu mundo, quizás en un caserón antiguo, quizás tal vez en una hoja perdida, puede que en la imaginación de uno de esos "seres de luz".
Disten quiere que os sumerjais en estas páginas y le deis rienda suelta a vuestra imaginación, que os convirtais en una hermandad, y que los de tu género humano por fin os sintais felices de estar juntos en un planeta tan precioso.
Disten es así.
Ficticio, Soñador y ahora con vida.

09 febrero 2007

Las Cabras

Juan José González Martínez
LAS CABRAS

Pastaban unas vulgares, inéditas y pacíficas cabras en un prado cualquiera de nuestras muchas montañas existentes; el día era tranquilo y apacible, era una pacífica mañana de sol, lluvia y arco iris, apenas si hacía vientecillo. Al lado de dichas cabras había un cartel de publicidad que venía a decir así: “ Querida masa social que me escucháis en este programa municipal, he llegado a la conclusión de que nuestros actuales gobernantes no nos comprenden lo más mínimo, ya sé de sobra que ésto es un cartel de publicidad, que se utiliza para hacer negocios, pero para este anunciador, hay pocos negocios como el de reflexionar. Seguramente los anglosajones me colgarían del palo mayor al ofender su mercantilismo, pero entre tanta comedura de tarro se van formando más y más bancos y cajas de ahorro que garantizan la continuidad del sistema. Los bancos deberían ser puentes al tercer mundo dedicados a infraestructuras. Para dar más aun con la mediocridad, los bloques políticos opositores graznan para hacerse con el poder algún día y enriquecerse, y si en el camino surge algún humorista o entretenedor de masas, nos lo cargamos alegando que no tiene carisma o calidad suficiente. Hay algunos que intentan pruebas genéticas extrañas, y hasta otros intentando hacer cosas diferentes como ésta, se dedican a actos altruistas y generosos, ¡Ay de éstos!, serán calificados como Cabras, y bien, pienso yo que las cabras a veces se han de disfrazar de masa social para invitar a más supuestas y camufladas cabras a pastar con ellas en su monte, con la simple y llana intención de que allí algún día no instalen una central nuclear, una fábrica de armamentos o una cadena privada de televisión para telenovelas ácidas.”
Toda esta réplica social, escrita en un cartel de veinte por veinte se hallaba en medio de un prado, ocultaba la vista del atardecer, y para ser instalado, había sido preciso talar unas encinas.
Y ya os digo, era un precioso y tranquilo día de lluvia y arco iris, en el que unas cabras en el prado simplemente se ocupaban de comer hierba y de dormitar tranquilamente.
El Sol volvería a salir al día siguiente como siempre, aunque no sabemos por cuanto tiempo.

08 febrero 2007

El Laboratorio

Por Garciaberciano
“EL LABORATORIO”.
- A las seis,... en el laboratorio. Mis últimos años de infancia estuvieron acompañados de tres personajes, algo más mayores que yo, a los que sigo teniendo en gran estima: Juan (hijo del señor Eliseo y la señora Manuela), Carlos “Culibrias” (hijo mayor de Julio el panadero) y “Dady” (el más dandi y guaperas de todos). La casa de la calle Gil y Carrasco donde vivía el señor Eliseo y la señora Manuela con una larga prole de buena gente (Ramón, Carmina, Lucy, Juan,.Tere y Merche) tenía un secreto que nosotros supimos aprovechar durante años: Una especie de granero incrustado entre el lagar de la bodega y el primer piso. Su acceso era (al menos eso me parecía a mí) algo complicado: había que subir por un entramado de vigas y “colarse” luego por una ventanuco de escasas dimensiones por el que había que entrar reptando. Dentro se encontraba un recinto de un metro de ancho, metro y medio de largo y un metro de alto. Un día me encontré a Juan en la plazoleta de don Pío y, de forma enigmática, me dijo: “he encontrado en mi casa un sitio para montar un laboratorio...¿quieres verlo?”. Desde entonces fueron muchas las tardes que pasamos allí, rodeados de algunas velas robadas en casa, montando petardos con clorato potásico machacado y mezclado con azufre, fumando los primeros pitillos (no había vez que no echara la “pota” por el ventanuco), charlando sobre lo divino y humano, imaginando lo que no se veía en las revistas y creyéndome, a pié juntillas, todas las “bolas” que el imaginativo “Dady” no paraba de contarnos ante el escepticismo de Juan y Carlos. El mote de este último, “Culibrias”, no era gratuito: Portero del Sparta, ágil como una gacela, éste tío (que decidió irse a ver mundo cuando todavía ninguno de nosotros había “cruzado El Manzanal” era el único que salía por el ventanuco con la cabeza por delante y, con una habilidad felina, se apoyaba con las manos en la primera viga para darse la vuelta y caer de pié dos metros más abajo. ¡¡¡Creo que todavía me duele la espalda de la costalada que me di en el único intento que hice por imitarle¡¡¡.

Cuento de "Los Enigmas de Disten"

Juan José González Martínez
MÚSICA Y PUESTA DE SOL

La ciudad de las murallas tenía la particularidad de unos veranos muy calurosos, en los que era casi obligatorio el deporte de la siesta.
Salvo en contadas ocasiones, y protagonizadas todas ellas por unos contadísimos “locos”, casi nadie se ponía a la intemperie, y mucho menos se aventuraba en esas fechas, y a esas horas, por montes y caminos.
Mi personalidad pasó por todas las etapas posibles, las del “sesteo”, alguna vez la locura de la aventura extrema (mediodía por los encinares y berrocales); incluso experimenté alguna de las típicas insolaciones extremeñas (que tardan de 3 a 4 días en recuperarse del todo).
Pero aquel día que os cuento, nada extraordinario había programado, así que a falta de sueño, me dediqué a descansar tumbado y escuchando música relajante (este dato es muy curioso, al final de la historia veréis el porqué).
A eso de las seis de la tarde sonó el teléfono, al otro lado una voz amiga del grupo de la “Herboristería Mágica” que regentan Mari Cruz y Sergio con tanto gusto y encanto. La misma me animaba a dar una vuelta por la Ermita de la Montaña, para posteriormente pasear por los castaños de la Sierra de la Mosca, y acabar en el “chino” como era costumbre habitual. Al pensar en el memorable plato que preparaban allí, “Pato Pekín”, cualquier otro dato quedaba en segundo plano, se trataba de una jornada estupenda para un viernes de esos que se califican como “anodino” (si es que un viernes puede ser anodino).
El paseo por los castaños del final de la Ermita de la Montaña, a la postre no fue menos espectacular que el “Pato Pekín”, nos dedicamos a respirar y a disfrutar oxígeno del puro, entre otras cosas porque la tarde había refrescado y el verano se tomaba una ligera tregua.
A última hora, en la pequeña plazoleta de la Ermita de la Montaña, y con la preciosa ciudad de Cáceres al fondo, observamos que el Sol nos estaba otorgando sus últimos saludos, no hizo falta decir nada, en perfecta sincronización nos quedamos a ver dicho atardecer.
Los atardeceres de la Ciudad de las Murallas son sencillamente espectaculares, con un rojo al que pocos pintores pueden imitar en su intensidad y pureza. Aquella tarde el disco del astro rey pasó de amarillo a naranja en minutos, y del naranja a un rojo bermellón muy especial que iluminaba la parte medieval de la ciudad.
Entonces fui al coche (apenas a unos cinco metros), abrí las ventanillas del mismo, puse el contacto y elegí una cinta de Enya para la ocasión, música de la que suele merodear por mi vida, me imaginé que aquella puesta de sol, merecía una ambientación especial.
Pasaron algunas canciones, todas ellas bellísimas, y justo cuando el disco solar estaba a punto de adentrarse en el horizonte, comenzó a sonar “The sun in the stream” ( El Sol en el arroyo ), y exactamente, justo en el momento en el que el último rayo nos iluminó el rostro (algunos dicen que este rayo a veces se observa de color verde esmeralda), precisamente entonces, sonó la última nota de esta mágica canción.
La traducción de la canción, así como su sincronización con la puesta de sol, puede dar idea de lo que sentimos en aquel momento.
Cada cual que interprete lo que guste.
Yo particularmente, al igual que algunas otras personas, sentimos aquella tarde que nos encontrábamos conectados con el Universo.
Fuimos unos privilegiados.

07 febrero 2007

Marchena, un pregonero singular

Por Garciaberciano
MARCHENA: UN PREGONERO SINGULAR
"""Todos los pueblos que se preciaban de ser avanzados tenían su pregonero... Villafranca no era menos. En mi infancia formaba parte del paisanaje popular de la Villa un hombre menudo, de tez morena, cara sonrosada, chaqueta de pana (en invierno y verano) que apoyaba la contraída pierna derecha en un inseparable cayado utilizado con una doble finalidad: por una parte para ayudarse al andar y, por otra, como amenazadora arma para ahuyentar a los casquivanos niños que íbamos trás él... Nunca supe su verdadero nombre... Todo el mundo le llamaba Marchena. Un dia pregunté el motivo de de ese enigmático nombre. Alguien, no recuerdo quien, me dijo que era villafranquino... otro por el contrario, que le venía el nombre de su pueblo natal: una localidad andaluza. Hoy todavía sigo con la duda de si esta última explicación responde a la verdad o era una bola como la de los "biobardos". Marchena era el pregonero "oficial". Todo pregonero que se precie tiene un instrumento de reclamo. La mayoría de las veces era un cornetín.... Sin embargo Marchena era peculiar en todo: ni cornetín, ni centellas... su instrumento era un tambor recogido a su cuerpo menudo por un enorme cinto de cuero oscurecido por los años de uso. Desde la Plaza a la Kábila, pasando por el Castillo, Campo Alto y Bajo, Calle del Agua, Barrio de los Tejedores... Marchena hacía saber a los villafranquinos de los cortes de agua luz y otros acontecimientos. Además, anunciaba las películas de cine y a una de ellas me voy a referir para terminar. El día que estrenaron "Los Cañones de Navarone", Marchena salió del edificio del ayuntamiento en la plaza... su primera parada fue El Campairo. Allí hizo redoblar su tambor, se puso lentamente sus inseparables gafas y comenzó a leer en voz alta... -"Hoy, en el cine villafranquino, en sesiones de siete de la tarde y once menos cuarto de la noche estreno de la famosa película de guerra Los Cañones...(pausa)... Los Cañones de...(silencio)... Los Cañones de... (silencio) Un vecino asomado al balcón, al verlo "encasquillado" , le preguntó en voz alta: "Marchena... ¿los Cañones de qué,.. joder?.. Su respuesta fue rápida y contundente: "Los Cañones de los Cojones"... dió media vuelta y, sin el redoble de despedida, se marchó... Y es que Marchena era un personaje con un punto de gracejo trufado de mala leche cuando intentaban ponerlo en evidencia. Su figura permanece viva en mi memoria.